A más de cien años de finalizada la Guerra de Secesión en los Estados Unidos, durante el reciente asalto del 6 de enero por los acólitos de Trump, la bandera confederada flameó en el Capitolio abriendo múltiples interrogantes sobre el futuro de la nación. El autogolpe del presidente Trump al incitar a sus seguidores a la violenta toma del edificio del Congreso estadounidense y a amenazar con el linchamiento no sólo a representantes del Partido Demócrata, sino al mismo Vice-Presidente Pence por certificar la victoria de Biden, ha dado lugar tanto a presiones sobre el gabinete de Trump para aplicar la enmienda 25 – que podría declarar la inhabilitación del presidente en los pocos días que restan antes de la yoma de posesión de Biden -, como el inicio de un segundo proceso de impeachment al presidente saliente en el Congreso, promovido por los demócratas con el apoyo de algunos representantes republicanos. De hecho, los acontecimientos del 6 de enero, precipitaron una serie de cuestionamientos y tensiones inéditas sobre el establishment político de Washington, sobre las instituciones políticas estadounidenses y sobre las agencias y organismos de seguridad. Hasta el momento, ha prevalecido la institucionalidad democrática; a diferencia de otras experiencias hemisféricas, los militares se han acogido a las responsabilidades dictadas por la constitución, y las grandes corporaciones estadounidenses han mostrado una amplio espectro de manifestaciones de repudio a la incitación a la insurrección promovida por el presidente saliente, que abarca desde la suspensión de su cuenta en Twitter hasta el retiro o la suspensión de donaciones y aportes a congresistas republicanos que han respaldado a Trump-